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En la Víspera de Navidad

Alfonso Villalva P.

En la Víspera de Navidad

Alfonso Villalva P.

El frío de la noche caía inclemente sobre la ciudad. Las luces dispuestas como ornamento urbano proporcionaban tonalidades de verde, rojo, azul y amarillo.  Aun cuando el tráfico cosmopolita no cedía a la festividad, se percibía un ambiente más afable, más amigable.

Las posadas seguían su tránsito inexorable hacia la Noche Buena, entre copas de Don Pedro, Bacardí, barriles de cerveza oscura y ponche de frutas en versión modernista.  Seguían –las posadas- sin contratiempo, en su versión contemporánea de música estridente, de tambores recurrentes, de bailes exóticos, pero de posadas al fin.

Era la víspera de la navidad, y a pesar de toda la parafernalia consumista y las ofertas de Palacio de Hierro y el Puerto de Liverpool, se percibía en el aire que azotaba entre los estrechos que formaban edificios y construcciones antiguas, un estímulo de paz, esperanzas y regocijo. Una especie de invitación a sentir, a percibir la hinchazón del pecho por lo bueno de la vida, así como por los fracasos, por la falta de oportunidad, por lo que no pudo ser.

No es que el ambiente propiciara una felicidad o amenidad derivada de la navidad en sí misma, no es que la navidad fuera un estado natural del hombre destinado a la contemplación cursi del prójimo, ni tampoco que permitiera excesos melosos de señoras arrebatadas, sino que la navidad se percibía como la única época en que la gente se daba un espacio para sentir lo que en todo el año no había sentido, para acercarse a todo lo que su frivolidad les impedía percibir durante doce meses de trabajo y ocupaciones diversas, para hacer una pausa en sus ritmos vertiginosos y sentir el golpe de la pérdida cotidiana, del abrazo nunca dado, del beso inexistente.

En esa fría y navideña noche, los vi cruzarse en mi camino. Fue en una esquina mientras esperábamos todos el cambio del semáforo en rojo. Él conducía un Volkswagen azul oscuro de modelo antiguo. Quizá del sesenta y ocho, pero en todo caso no pasaba del setenta. A través de los cristales se percibía música sabrosa, quizá cachonda. Era tal el volumen que se escuchaba desde fuera, que seguramente por dentro del vocho azul el ruido era ensordecedor.

Ella le abrazaba empalagosamente. Le llenaba de besos las mejillas, la boca, las orejas. Reía a carcajadas y le abrazaba enseguida, efusiva, apasionada. Por un momento especulé si vendrían de una copiosa comida de fin de año de la empresa, si vivían en ese momento un encuentro casual, o, por el contrario, eran una pareja ya establecida que simplemente daba rienda suelta a su efervescencia sentimental.

La luz del semáforo se tornó verde, y pude observar que él, aunque distraído por los acosos de amor dispensados por su pareja, metió primera y arrancó serenamente. Coincidentemente, seguían el mismo camino en el que yo apuradamente conducía hacia el fin de un día extenuante. Tomamos al mismo tiempo la carretera libre, y entonces él marcó vuelta a la derecha con la luz direccional. Sin frenar siquiera, dobló en una rampa que marcaba la entrada al Hotel Palo Alto, así sin más preámbulo, entrando como quien llega a casa, a su oficina, al sitio que mayor familiaridad genera.

Entraron al hotel como bólidos, y desaparecieron para siempre, tras el anuncio luminoso de neón rosa y azul. El frío lo abandonaron afuera, e imagino –a juzgar por la pasión de los abrazos que ella no dejaba de darle, y la sonrisa indeleble en los labios de su pareja-, que encontraron su verdadera ensenada navideña.

Quizá por su mente se borró de manera temporal el empleo que tenía, la estrechez del aguinaldo, la inseguridad citadina, la recesión internacional. Quizá lograron evadir las preocupaciones que surgen ante el año que comienza, la cuesta de enero. Seguramente ellos se estrecharon esa noche, y olvidaron la miseria de la modernidad. Quizá reconocieron en su sonrisa, sus ojos, sus humores y su piel, el concepto escaso de la felicidad, precisamente en esa noche fría de diciembre, en víspera de navidad.

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