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Los laguneros y la aviación

SIGLOS DE HISTORIA

Francisco I. Madero.

Francisco I. Madero.

FEDERICO SAENZ NEGRETE

Observo el final de la pista, intento atrapar con la mirada este delgado canal de concreto que recorren a toda velocidad los aeroplanos cuando inician sus aventuras y retornan al mismo sitio a terminar lentamente, ya sin fuerza, sus hazañas. El horizonte es amplio, sin límites, no se ve la otra orilla de tan lejano. Respiro con calma, decido una pausa, el cálido vapor estruja mis pulmones mientras el aire empieza a reverberar conforme el sol eleva la temperatura.

Fijo con terquedad mi vista calculando los espacios, no admito distracción, quiero comprenderlo todo aunque me sorprenda la noche. El aire sube errático hacia las escasas nubes que nos evaden para disiparse fundiendo su aliento en ese azul rabioso que nos envuelve.

Me siento cansado, empiezo a cargar el sol sobre mis espaldas, me pesa el día, flaquea mi espíritu que ha sido derrotado por la austeridad de la jornada, pero permanezco de pie, estoico, esperando el aeroplano que traerá noticias del alejado sitio en donde habitan las estrellas.

Soy lagunero, hombre del desierto. Añoro el mar que desapareció hace miles de años y me dejó mensajes esculpidos entre las piedras. Siento nostalgia por el agua que inundaba nuestras planicies donde las charcas ricas en peces se unían en una gran laguna en época de crecientes, me rebelo al ver mis dos ríos con disfraz de páramo. El agua, nuestra esencia, la están acumulando en algún otro sitio, por eso exijo se respete mi nombre aunque tenga brochazos de inútil nostalgia, por eso no olvido las historias de mi tierra, soy lagunero, soy osado, me esfuerzo con alegría y no respeto límites cuando imagino universos como parte de mi rutina.

Cuando veo venir una tolvanera, no me asusto, no me inquieto, me clavo al suelo y espero inmóvil a que pase, a que pierda su fuerza, a que se aquiete la espiral de polvo que remueve las entrañas de mi entorno. Aprieto el espíritu para enfrentar el reto y mantengo erguido el rostro, no hay fuerza que me derrote.

Sé que solamente volando puedo cruzar el horizonte derrotando el abandono que me impuso la geografía. Viajar por tierra toma tiempo, provoca trámites interminables, agobios y asechanzas. Prefiero aligerar el paso, igualarme con las nubes, ganarle el paso a la tolvanera, acortar las distancias.

No soy el primero en hacerlo. Mi paisano Pancho Madero, oriundo de Parras, vecino de San Pedro de las Colonias, se convirtió en el primer Jefe de Estado de la historia en volar en un aeroplano al aceptar la invitación del piloto francés George Dyot en los llanos de Balbuena. El 30 de noviembre de 1911, ante el espanto del Estado Mayor, el lagunero Presidente de la República Mexicana voló durante doce minutos por los cielos de la capital escribiendo historia en el azul del Anáhuac, nada inusual para un hombre de estos rumbos.

Pablo L. Sidar, hijo de mi bisabuelo Federico Larriva que era oriundo de Nazas, Durango, hijo y nieto de agricultores algodoneros que desde 1817 vendían su algodón cultivado en la Hacienda de Dolores y organizaban caravanas para llevarlo en mulas por toda la sierra hasta Nogales, Arizona. Pablo se hizo piloto, probablemente corría por sus venas el hastío de escuchar los recorridos de novecientos kilómetros por las montañas hasta la frontera y decidió que su vocación era volar. Llegó hasta la Argentina y de regreso, dejó su vida en las playas de Costa Rica. Poco antes, en 1929, en el mes de marzo, en la tierra de sus ancestros, combatiendo la rebelion escobarista, se convirtió en el primer piloto de la historia en bombardear a una población civil.

Respiro el mismo aire que Francisco Sarabia, un autentico genio circense. Compró un avión imposible de domar, una especie de potro salvaje que todo mundo estrellaba, rápido e ingobernable. El Granville GEE-BEE era un reto y una amenaza para los pilotos. Sarabia lo eligió, lo acarició, lo domó exprimiéndole tal tesoro que voló hasta Washington estableciendo récord de velocidad. Sorprendió a los coroneles del ejército norteamericano por su pericia, le querían contratar para entrenar a sus pilotos. Francisco no aceptó, había montado un taller automotriz en Torreón y no cambiaba por nada del mundo vivir en su querido Lerdo y hacer sus acrobacias volando de cabeza por debajo del puente del Río Nazas.

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Pablo L. Sidar.
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