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De equilibrios y capacidades

JESÚS SILVA-HERZOG

La mejor candidata no logró los votos necesarios para llegar a la Corte. Hasta donde eso es posible, puede decirse que objetivamente lo era. Para reconocerlo basta leer el discurso que Ana Laura Magaloni pronunció ante el Senado. No es un texto para desechar, después del desenlace. Es un documento nutrido de reflexiones y de experiencias. Es el razonamiento de una académica rigurosa que no se ha quedado en el salón de clase, ni escribe para sus colegas. Se trata de un diagnóstico severo de nuestro aparato de justicia, una toma de posición, un programa de trabajo. Ahí se identifican con claridad los desafíos que tenemos en frente y se apuntan estrategias razonables. Parte de la inmensa responsabilidad que surge del vuelco del 2018. El respaldo al cambio abre posibilidades infrecuentes. Tiene razón: mucho podría hacerse... si se intentara bien. Dos tareas se proponía la candidata a la Corte: abrir las puertas de la justicia a los excluidos y asegurar los necesarios equilibrios. Las dos tareas de la ley, vistas con admirable claridad. Asentar el orden en la paz de las reglas y no en la intimidación de los violentos. Cuidar que los poderes, por legítimos, populares o fuertes que sean se mantengan dentro del espacio trazado por la constitución.

El proceso constitucional nos obliga a la maleducada necesidad de comparar. Es mala idea designar ministros tras la presentación de una terna, pero nos conduce inevitablemente al cotejo: experiencias, posiciones públicas, programa, coherencia de las candidatas quedan expuestas para ser confrontadas. Lo que podemos saber de la ministra designada es preocupante. A diferencia del empaque del discurso de Magaloni, el mensaje de la favorecida fue una colección de lugares comunes; un texto superficial y vago envuelto en una esponjosa demagogia. Nada en su carrera profesional indica que ha caminado algún trayecto hacia el tribunal constitucional. Más aún, su brevísimo contacto con el servicio público parte de una mancha bochornosa. Para cumplir con el capricho de su nombramiento, la ley fue cambiada en su beneficio. La nueva ministra subió al peldaño previo a la Corte con una norma hecha a su medida. Beneficiaria de leyes tratadas como herramientas del poder, no como límites al poder. Poco confiable resulta también una ministra que oculta sus nexos con el Padrino de esta administración. Abogada al servicio de ese monumento al conflicto de interés llamado Alfonso Romo, Margarita Ríos Fajart tuvo a bien ocultar en sus papeles públicos sus vínculos profesionales con el empresario regiomontano que despacha a un milímetro del presidente. Y lo más grave, su sentido de misión institucional. Dijo en el Senado la hoy ministra que el país está en un proceso de transformación y que los mexicanos estamos buscando recuperar nuestros valores nacionales. Yo quiero ser parte de ese esfuerzo, dijo. Ninguna palabra sobre el deber del tribunal de controlar el poder. Deseo de unirse a la "transformación".

Dije hace unas semanas que el presidente López Obrador daba muestras de reconocer la autoridad de la Suprema Corte. Debo corregir lo dicho. Si es cierto que ha detenido su vieja hostilidad a la Corte, es porque empieza a verla ya como suya. La afabilidad no parece señal de respeto, sino de conquista.

El proceso reciente en el Senado no solamente es ominoso por lo que representa para los equilibrios del poder, también es una señal del desprecio por la preparación y por la experiencia. Cuando el presidente nos advierte que, para sus nombramientos, lo que verdaderamente importa es la honestidad y que lo demás es irrelevante, pretende beatificar la ineptitud. Ahí está el segundo golpe político de López Obrador. El primero es la anulación de los contrapesos y las autonomías, la colonización de los ámbitos de neutralidad. El segundo es la destrucción de la capacidad administrativa del gobierno. En agosto dijo que con un 1 % de capacidad en sus colaboradores bastaba. Lo importante era asegurar que, en ellos, el 99 % fuera honestidad. No entiendo muy bien cómo se corta ese pastel de porcientos, pero la concepción es terrorífica. ¿Están reñidas una y otra? ¿Es honesto el incapaz que se hace cargo de lo que desconoce? ¿Es honesto nombrarlo para una tarea para la que no está preparado?

Como lo vemos en sus alianzas, en sus nombramientos y en sus favoritos lo que le importa en realidad al presidente no es la honestidad, sino la lealtad. Y así damos paso a una política desbocada e inepta.

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