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Efectos literales

JUAN VILLORO

Mala noticia: los mexicanos nos hemos vuelto literales. Hasta hace años, la realidad era para nosotros una meta inalcanzable. Nadie se ufanaba de sacarle estadísticas. Decir algo concreto era de mal gusto.

En mi infancia, vivíamos en estado de eufemismo (un hombre educado era "una dama", y un perro rabioso "no muy mansito"). A veces esto tenía buenas consecuencias, a veces malas. No defiendo la irrealidad perdida; constato su desaparición.

La cortesía era un exceso que nadie ponía a prueba. Si un caballero decía "a sus pies, señora", no se tiraba a la banqueta. Si una tía exclamaba "¡lamo el piso!" para elogiar las gracias de su sobrino, nadie esperaba que limpiara las migajas.

Muchas expresiones significaban lo contrario: "ahorita" duraba más que "ahora". Cuando un futbolista de la selección cometía una falta artera, el patriótico locutor comentaba: "Le metió experiencia". La radio operaba con códigos cifrados: "El cuarteto en la Campeona: la Hora Máxima" significaba que Radio Éxitos transmitía la hora de los Beatles. El lenguaje coloquial rebautizaba todo y La Familia Burrón era su academia: los ladrones se convertían en "amigos de lo ajeno" y el almuerzo, en "la hora de mover bigote".

En ese entorno metafórico los policías se corrompían con valores entendidos. Cuando el ciudadano quería librarse de una infracción, preguntaba: "¿Hay otro modo de arreglarlo?". El representante de la ley elevaba la conversación diciendo: "Utilice su criterio".

Los políticos superaban a Cantinflas en el arte de no decir nada. En el mejor de los casos pronunciaban herméticos aforismos ("El que se mueve no sale en la foto"), y en el peor, justificaban su impunidad con retórico cinismo ("La moral es un árbol que da moras" o "Un político pobre es un pobre político"). Sus ganas de gobernar se medían por sus ganas de no decirlo: "A mí denme por muerto".

Es posible que este gusto por distorsionar las cosas explique que ciertos lugares comunes se hayan convertido en frases célebres: "Entre los individuos como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz" o "Si tuviéramos parque no estarían ustedes aquí". Dichas en otro sitio, esas palabras serían obviedades. En México, donde una "trompada" es un caramelo que destruye los dientes, sorprendieron como arrebatos de sensatez.

Antes de la fiebre de las cifras, hasta las unidades de medida eran borrosas. Me mandaban a la ferretería a comprar "una gruesa" de algo (clavos de media pulgada, por ejemplo) y regresaba con un cucurucho sin saber qué era una gruesa. Las calles superponían su numeración ("36 Antes 24") o la extendían arbitrariamente (la casa 136 convertía su cochera en la casita "136 Bis").

La falta de concreción respecto a los datos del mundo produjo a personas convencidas de que los hechos no son idénticos a su representación. Educados para la irrealidad, ahora enfrentamos situaciones en las que cualquier variante suscita desconfianza. Una insensata idea del control y la eficacia hace que los empleados se sometan y nos sometan a la tiranía de lo concreto.

Pides un café con leche y te aclaran que no está en el menú. Sin embargo, en la carta hay leche y hay café. Pides que te traigan eso. "Cada uno se cobra aparte", te explican, lo cual ya sabías.

En otro sitio pides un desayuno toluqueño "para compartir". "No se puede", te informan: "porque viene en cazuela". Pides que traigan la cazuela y un plato aparte.

En un laboratorio ya están listos tus análisis. "¿Me los mandan por mail?", solicitas. "No se puede porque están engrapados". Alterar lo real -desengraparlos- es un delito.

Llegas a la farmacia por el ansiado medicamento con una receta en regla: una caja de 30 pastillas de 10 mg. Solo tienen cajas de diez pastillas. Pides tres cajas. "La receta dice una caja", responde una efigie de piedra. Te resignas a comprar solo una caja de diez pastillas. No te la venden: "Su receta dice 30 pastillas".

Llegas con tu mujer al aeropuerto. Tu maleta pesa 23 kilos con 200 gramos. Le sobran 200 gramos. La de ella pesa 14 kilos. Viajan juntos. El encargado pide que elimines 200 gramos de tu maleta. De nada sirve alegar que entre los dos llevan menos kilos de los permitidos.

La realidad es una molestia. ¿Por qué nos volvimos literales? ¿Dónde quedó el criterio que antes era una exigencia policiaca?

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Escrito en: editorial JUAN VILLORO

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