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¿Es el COVID el crisol de un nuevo orden internacional?

ARTURO SARUKHÁN

El COVID-19 es el cuarto gran sismo geopolítico en tantas décadas. En cada uno de los tres anteriores, se subestimaron sus impactos a largo plazo para sociedades y las relaciones internacionales. El fin de la Guerra Fría fue un evento trascendental, pero pocos anticiparon la era de hegemonía estadounidense que le seguiría. Los ataques terroristas de 2001 fueron ampliamente vistos como el final efectivo del siglo XX, pero aún así muchos argumentaron que el impacto geopolítico a largo plazo sería limitado. También se rebajó el impacto ideológico de la crisis financiera de 2009, y muchos descartaron que la crisis -germinada en Estados Unidos- pudiera detonar secuelas económicas y políticas para la Unión Europea.

Hoy, las consecuencias geopolíticas del COVID-19 son igual o más difíciles de atisbar. De entrada tiene el potencial para causar estragos en Estados frágiles, provocar disturbios generalizados y poner severamente a prueba sistemas internacionales de gestión de crisis. Líderes inescrupulosos pueden explotar la pandemia para avanzar en sus objetivos de exacerbar crisis nacionales o internacionales, reprimiendo la disidencia en el país o atizando los conflictos con Estados rivales, bajo el supuesto de que se saldrán con la suya mientras el mundo está distraído. Y el virus ha abierto las puertas a nuevas campañas de desinformación y propaganda. En una crisis prolongada, el COVID-19 podría terminar con la globalización tal como la conocemos y las naciones emergerán profundamente trastocadas: las cuarentenas y el distanciamiento físico intermitentes; retornos al trabajo seguidos de suspensiones y la supresión continua de la demanda; países desconfiando de externalizar suministros médicos y productos farmacéuticos cruciales para otros; cadenas de proveeduría interrumpidas y difíciles de reparar; una recesión más en una forma de L o W que de V; y empresas y gobiernos sin liquidez, incumpliendo deudas, con su concomitante efecto dominó para otras compañías, desestabilizando de paso a instituciones financieras.

La eventual factura de la derrota del coronavirus será colosal. Y ésta impactará el ejercicio democrático. Los caminos para salir de la crisis presentarán a democracias liberales con una opción entre el nacionalismo autoritario y un orden global relativamente abierto basado en la cooperación entre los Estados y el abono a bienes públicos globales. La respuesta a la pandemia ha visto a líderes democráticos asumir poderes sin precedente en tiempos que no son de guerra, y mientras tanto, aquellos actores que tienen tecnologías de vigilancia, rastreo y ubicación de dispositivos móviles pueden imponer cuarentenas a las personas que dan positivo por COVID-19 u otros virus potenciales, imprimiendo un nuevo giro a preguntas vitales sobre privacidad, responsabilidad y seguridad. Cuando ocurre una crisis, uno debiera preguntarse si ésta rompe una tendencia o la reconfirma. El colapso financiero de 2008 se erigió en una oportunidad perdida para el cambio. El resultado fue un creciente descontento público y la propagación de populismos demagogos y chovinistas de derecha e izquierda. Los mercados -y las democracias- liberales tienen un futuro a largo plazo solo si se basan en el consenso político y un renovado contrato social. El desafío para después de que termine esta crisis no es resistir los llamados a reducir la globalización y la vulnerabilidad asociada sino comprender la mejor forma de remodelar ese proceso. Dentro de toda esta dislocación, el coronavirus podría abrir una puerta a la rehabilitación de los gobiernos, a un acuerdo político y económico más equitativo, a la restauración de la fe en la política democrática y a la renovada cooperación global. Con suerte, el contexto será una discusión racional y un reequilibrio de las respectivas responsabilidades del gobierno, sector privado y ciudadanos. La pregunta es clave si los políticos -y todos nosotros- elegiremos emprender ese camino.

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Escrito en: Editorial Arturo Sarukhan

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