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Retorno a la anormalidad

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RENÉ DELGADO

Pese al ansia, no vamos de vuelta a la normalidad. Mucho menos, a "la nueva normalidad". No, vamos de regreso a la anormalidad política de siempre, pero radicalizada durante los últimos meses.

Anormalidad en la cual, conforme pasan los días y se complica de más en más la circunstancia, se profundiza la división y la confrontación, dejando ver aristas cada vez más filosas. Justo cuando el momento reclama unidad en el esfuerzo conjunto para atemperar el impacto de la recesión, la desunión cobra visos de un conflicto superior. Un choque donde las partes, argumentando actuar por el bien de México, contribuyen a agravar la situación.

Menuda responsabilidad en el asunto la del presidente Andrés Manuel López Obrador, presto a buscar adversarios en vez de aliados y a encararlos con o sin motivo. Empero, parte de esa responsabilidad también recae sobre otros actores que, diciendo discrepar del mandatario, terminan por coincidir con él, al enrarecer de igual modo la atmósfera. Con tal de figurar, sacar ventajas o posicionarse ante lo que pueda venir, poco les importa atizar el fuego o exagerar hasta la paranoia la situación.

Ni caso insistir en el diálogo o la mediación en aras de un acuerdo. El Ejecutivo ha endurecido el oído y los contrarios, la pierna. Lejos de tender, destruyen puentes de entendimiento, al tiempo de agregar nuevos y peligrosos ingredientes al absurdo ejercicio de ahondar el desencuentro.

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Los nuevos elementos que tensan todavía más el ambiente son: la creciente judicialización de la política; el inoportuno replanteamiento del pacto federal que, en un descuido, puede concluir en un impacto; el desbordamiento de la polarización, metiéndose con familiares del adversario en turno; y el tonto impulso a la discusión sobre la posibilidad de un golpe de Estado o de la deposición del Ejecutivo.

El común denominador de las posturas en esos asuntos es doble. En el reclamo de conducirse dentro del marco institucional, unos y otros se apartan de él, y en el afán de imponer esta o aquella política, unos y otros renuncian a la política.

En ese rejuego se privilegia la fuerza sobre la organización, la inteligencia y la estrategia política, arrojando por resultado la paralización. Mayor absurdo no puede haber: reactivar la economía a partir de la parálisis política. Eso no es normal, sino anormal.

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La falta de coordinación, agenda y acuerdo entre los múltiples polos de poder de Morena, así como el afán presidencial de reformar leyes o modificar políticas sin negociar ni construir acuerdos con los sectores o factores involucrados en el acto, están dando lugar a la judicialización de la política.

Por la vía de amparos, acciones o controversias judiciales, a los tribunales van a dar un buen número de leyes, acuerdos o políticas y tal situación da lugar a la toma de decisiones por parte de jueces ante la incapacidad de los políticos de resolver sus diferencias y, en el curso del proceso judicial, se paraliza la acción de gobierno.

Se puede celebrar, sí, que aun siendo los jueces quienes resuelvan las diferencias, éstas se mantengan en un marco institucional, pero no se puede dejar de lamentar el fracaso de la política. El Ejecutivo se puede quejar de un sabotaje legal y los contrarios de verse obligados a recurrir a la instancia judicial para encontrar respuesta a su postura, pero ninguna de las partes puede ocultar su fracaso en dirimir las diferencias. Eso no es normal.

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Los gobernadores de Coahuila, Jalisco, Michoacán, Nuevo León y Tamaulipas, con el agregado de los de Colima y Durango, reclaman un nuevo pacto federal para darle nueva institucionalidad al reparto de las participaciones federales. Sin embargo, se apartan de la institucionalidad al enarbolar su reclamo.

Si esos gobernadores, en verdad, están pensando por la República en su conjunto, asombra que no utilicen el órgano que ellos mismos se dieron para institucionalizar su relación con el gobierno federal. La Conferencia Nacional de Gobernadores no es el instrumento que utilizan para formular su planteamiento y, entonces, aflora la duda de si su postura responde al interés de la República, al de su entidad, o bien, al de ellos en lo personal.

No es normal exigir institucionalidad apartándose de ella. Tal anormalidad puede concluir no en un pacto, sino en un impacto.

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La polarización registra ya derrames sobre los familiares de quienes son el blanco de la satanización o descalificación en las redes sociales y, cuando la agresión o la hostilidad verbal incide en ese campo, se tocan fibras muy sensibles.

Resulta fácil para algunos insertar en el pleito político a los familiares de su presa que, coincidan o no con la postura de su madre, padre, hermano o hijo, puede acelerar el paso del tweet socarrón o grosero a la acción directa o violenta.

Rebasar el límite de lo tolerable en las redes puede enredar a los usuarios y complicar en el terreno de lo íntimo un problema. Eso tampoco es normal.

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Con enorme ligereza, el Ejecutivo juega con la imposibilidad de sufrir un golpe de Estado y, del mismo modo, a algunos activistas de ultraderecha los tienta la posibilidad de deponerlo. Sin querer, se corresponden.

Lo uno y lo otro son palabras mayores que en nada ayudan a distender y normalizar las relaciones políticas y, en un descuido, pueden acelerar a quienes en el enrarecimiento de la atmósfera jueguen, como en otras esferas, a hacer justicia por su propia mano. Eso tampoco es normal.

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Vamos de regreso a la anormalidad política sin superar la crisis sanitaria ni acabar de resentir el efecto de la crisis económica. En tal situación, es increíble profundizar el desencuentro y creer que eso es normal.

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