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Liderazgo y cambio

MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA

Hoy se celebra en México el Día del Padre, una fecha que (a causa de la pandemia) estamos festejando de una forma inédita: Tal vez a la distancia; probablemente lamentando la pérdida reciente del padre o el abuelo en la familia; o sin poder llevar flores al panteón, como en ocasiones anteriores. Contrario al ambiente que habitualmente se vive en la celebración del padre, este año el recogimiento obligado nos invita a la reflexión. Un buen momento para revisar lo relativo a la función del liderazgo en nuestra sociedad.

En forma tradicional, dentro del hogar el padre ha sido líder, aunque, claro, hay incontables modelos de familia, y aún en aquellas tradicionales, el liderazgo puede no caer directamente en la figura de autoridad masculina. Todo es válido, en tanto el niño en formación cuente con un marco disciplinario claro y estable, que le enseñe las normas para vivir en sociedad. Más allá de la puerta del hogar, el liderazgo se diversifica, dentro de escuelas, empresas, organizaciones civiles, instituciones religiosas y de gobierno, por citar algunas. Los tipos de liderazgo varían también, desde el paternal hasta el proactivo, pasando por muchas variantes que representan la forma como la cabeza de un grupo actúa sobre los subordinados, para llevar a cabo una tarea común que idealmente beneficie a todos.

Dentro de las formas de gobierno está el liderazgo democrático y el de tipo autoritario. En el primer estilo el líder toma en cuenta la opinión del grupo para la toma de decisiones, de modo que todos y cada uno de los participantes se sientan representados. Este tipo de guía natural inyecta entusiasmo a los subordinados, además de que les concede la libertad para emprender acciones por cuenta propia, siempre y cuando no obstruyan el beneficio colectivo. Por su parte el líder autocrático centra en su persona y en unos pocos allegados la toma de decisiones, limitando a sus subordinados hacerlo. Ejemplos de estos dirigentes hay muchos a lo largo de la historia; no es el modelo de liderazgo al que un país del siglo veintiuno aspire. El conocimiento y la tecnología han avanzado de manera que un ciudadano promedio identifica los problemas de la sociedad y es capaz de aportar soluciones. El líder ideal tiene la madurez para permitirlo; no pretende imponer la autoridad a fuerza, como quien tratase de controlar a un grupo de párvulos. Que la cabeza, mediante su actuar, reconozca las capacidades de los miembros del equipo, los tome en cuenta, y lleve a cabo una comunicación bidireccional, es la mejor manera de lograr que todos le pongan entusiasmo a su diario desempeño.

Regresando un poco a la figura del padre: Durante el siglo veinte ésta solía ser distante y poco accesible a la comunicación. Inspiraba mucho respeto y en ocasiones temor. Su tipo de amor era más condicionado que el de la madre, no en el fondo, pero sí en las formas. El afecto del padre había que ganárselo. Crecimos con un marco disciplinario bien definido, sabiendo cómo actuar una vez que llegábamos por nuestra cuenta al mundo exterior. El papá de estos tiempos participa en incontables tareas dentro de casa, se expresa con soltura frente a los hijos, se muestra amoroso. Ha roto con los clichés tradicionales que hacían de él una figura de hierro. Aun así, es necesario que mantenga el liderazgo dentro de casa; ya cada familia decide si lo hace a la par que la madre, constituyendo el arquetipo más común del siglo presente. Lo que sí podemos adelantar, es que un líder autocrático no funciona dentro de la familia actual, y tampoco funciona como sistema de gobierno. Podrá hacerlo por un tiempo, mediante represión, pero tarde o temprano, termina por ser derrocado. Europa del este y gran parte de Asia tienen ejemplos de lo que ha sido, --a la caída de los regímenes dictatoriales--, el desarrollo integral de diversas naciones, no sólo en términos de producción industrial, sino en lo relativo a estándares educativos y de satisfacción ciudadana. En América Latina y el Caribe no hemos logrado zafarnos de las amenazas dictatoriales que tanto daño llegan a hacer a una nación.

El ideal en la mente del buen líder es que la meta propuesta se cumpla con la participación entusiasta de todos. Desde el padre con el hijo al que enseña a caminar, hasta el gobernante con sus gobernados. Pensar que, si se afloja el control, el trabajo no se llevará a cabo, sólo refleja la inseguridad del dirigente. Si el grupo funciona de manera armónica, la tarea se cumple y como beneficio adicional, se genera lealtad y agradecimiento.

Necesitamos modelos humanitarios de convivencia, así como líderes íntegros, inteligentes y maduros, capaces de velar por el bien común. Desde el hogar hasta el más alto mando.

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