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Del dolor a la estadística

ÉDGAR SALINAS URIBE

En México la estadística está minando la sensibilidad ante el dolor y ante la muerte. Llevamos poco más de una década con cifras de homicidio tan altas que mil más o mil menos poco modifica la percepción y mucho menos el sentimiento general. La inseguridad debida a la operación del crimen organizado ha normalizado la violencia armada y sus cifras de muerte escandalizarían a cualquier país que se precie de honesto ante su propia realidad.

Con números de escalofrío parecería, en efecto, que la vida no valiera nada. Solo en la década de 2010 a 2019 se registró un homicidio cada veintitrés minutos, con una suma de alrededor de doscientas mil personas asesinadas en ese lapso. Con esa referencia, ¿qué números pueden sorprendernos? Cuando se trata de muertos, acá hemos normalizado los miles.

El 18 de marzo se registró oficialmente el primer fallecimiento en México por COVID-19. Tomó la primavera llegar a 26 mil defunciones oficialmente reconocidas. Nunca comprendí por qué fue un éxito "La maldita primavera" cantada por Yuri, pero no encuentro otro adjetivo más suave para calificar a la de este año. Y en este mismo mes ocurrió el día más violento de lo que va del año: 117 homicidios en un solo día con el país entero en semáforo sanitario en rojo. Vaya color y vaya metáfora. Ese día, el 7 de junio, se registraron 188 decesos por COVID-19. Cada cinco minutos una familia en México estuvo de luto ese día por uno de esos dos motivos; sin embargo, la voluminosa cantidad cae en el costal de las estadísticas.

Especialistas han señalado que, con independencia del registro oficial dado a conocer por la tarde de cada día, solo estaremos en condiciones de conocer con mayor precisión las defunciones debidas a COVID-19 hasta el próximo año, una vez que se pueda comparar la cifra total de defunciones con las de otros años. Los ejercicios que se han hecho en la Ciudad de México para medir la desviación de muertes en lo que va del 2020 respecto a los cinco anterior ya son dramáticos en sus conclusiones: hay un crecimiento mucho mayor al número reportado oficialmente por el virus. Por cierto, eso de cerrar el día con el informe doloroso de nuevos contagios y decesos pareciera un ejercicio masoquista que alguien nos ha propuesto antes de ir a cenar. Desde luego se debe informar, y muchísimo mejor de lo que se hace, solo apunto que el estrés y la tensión por la que se atraviesa recibe una dosis adicional de negatividad a la víspera del descanso diario.

Vuelvo al planteamiento inicial. La estadística ha normalizado umbrales fuera de razón en lo que respecta a las vidas que se pierden en México. Desde hace años por la violencia organizada y en estos meses por la propagación del virus que ha puesto contra la pared al país y al mundo entero. El enfoque de saber que hay camas disponibles con independencia de que mueran más mexicanos (porque nunca llegan a ocuparlas) es malévolo. La tasa de letalidad del virus es de más del doble en México respecto al promedio mundial. ¿Es que eso debe ser aceptado como han sido aceptadas las cifras en relación con la violencia organizada?

A la par que la estadística ha ganado terreno frente a la sensibilidad, la descripción ha ocupado el lugar de la explicación y la justificación el de la responsabilidad. La mezcla de estadística, descripción y justificación una y otra vez utilizada en la comunicación pública hacen que la rendición de cuentas luzca como algo extraordinario y fuera de lugar, cuando debería ser lo normal.

Me pregunto cuándo lo anormal de las cifras que consumimos desde hace años y ahora desde hace meses a propósito del virus, nos van a parecer lo que en realidad son, es decir, anormales, evitables en gran proporción y, al final de cuentas, inaceptables. Mientras la rendición de cuentas sea la invitada que nunca llega difícilmente cambiará la situación.

Hay un ámbito que puede defenderse o rescatarse, y es el del fuero personal. Cada persona sabe qué tolera y qué rechaza como mentira. No solo se trata de desenmascarar la falsedad coyuntural, sino el estructurar la sociedad con aspiraciones de decencia y honestidad colectiva. Para ello, la sensibilidad ante el dolor y lo que causa daño no debe perderse jamás.

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