Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Murió ayer. Tiene aprobada ya la asignatura de la muerte. Yo todavía no curso esa materia, Armando, pero el día menos pensado me llamará la señora. No le temo, al menos ahora que estamos platicando; quién sabe cuando la vea ya de cerca. A lo mejor me pasa lo que a Mariquita, aquella anciana que diariamente se postraba ante el altar y le rogaba en voz alta al Santo Cristo que se acordara de ella, que ya se la llevara pues estaba cansada de vivir. Uno de esos días cierto travieso monaguillo se escondió tras un pilar y le dijo con cavernosa voz: “Mariquita: soy tu ángel de la guarda. El Señor oyó tu súplica y me envió a que te lleve ya con él” Al oír eso la ancianita se asustó: “¡Ay, angelito de mi alma! ¡Por vidita tuya dile que no me jallates!”. La verdad es que nadie sabe cómo enfrentará la muerte, del mismo modo que al nacer nadie sabe cómo enfrentará la vida. Murió ayer, ya te lo dije. Me contaron que sólo tres personas la acompañaron cuando murió. Más de las que la acompañaron cuando vivió. Con esto de la pandemia la soledad de los muertos es mayor que de costumbre. Me dolió su muerte, aunque hacía más de medio siglo que no la veía. Me parece increíble decir eso, porque me iba a casar con ella. Veo que pones cara de sorpresa, Armando. Cuando sepas un poco más acerca de la vida nada te sorprenderá. Fuimos novios dos años. Yo estaba enamorado de aquella muchacha tímida y dulce que me dio su amor. Sus padres me querían bien. Ella era hija única, y a mí me veían como a hijo. Ya entraba yo en su casa, lo cual en aquellos tiempos era signo de relación formal. El matrimonio entre nosotros se daba por seguro, incluso la novia estaba ya pedida y dada, como antes se decía. Mi papá fue a pedirla acompañado por un sacerdote y un señor de buena posición social, según era uso obligado de la época. El padre de ella concedió de buen grado la mano de su hija, tanto que ni siquiera puso plazo para dar su respuesta, como se acostumbraba. Todo era maravilloso. Los antiguos griegos, tan sabios ellos, decían que los dioses sienten celos de la felicidad de los humanos, y en medio de la dicha les envían desgracias para recordarles su pequeñez y su indigencia. Eso hicieron conmigo. La madre de ella murió súbitamente. Una noche se desplomó a la hora de la cena. Infarto fulminante. Dijo el médico que cuando la cabeza de la señora golpeó en la mesa ella ya estaba muerta. La pérdida de su esposa hizo que el viudo perdiera también la razón. Deambulaba por las habitaciones de la casa llamándola una y otra vez; no dormía buscándola hasta el amanecer. Entonces fue cuando mi novia me pidió que me olvidara de ella. Se dedicaría al cuidado de su padre; no podría hacerme feliz. Hice intentos para convencerla de que aun así nos casáramos, pero te confieso que mis intentos fueron débiles. Así es la naturaleza humana, Armando. O así es mi naturaleza, no lo sé. Jamás volví a verla. El sólo pensar en estar frente a ella me daba pena. Pena en el sentido de sentir pesar; pena en el sentido de sentir vergüenza. Pasaron muchos años -casi todos- y alguien me dijo que el padre de “aquella muchacha, ¿cómo se llamaba?, una fue tu novia” había muerto, y que ella vivía pobre y sola, lo cual es vivir doblemente pobre. Oí eso como quien oye no llover. Mi vida era entonces, igual que dijo de la suya un sonoro poeta de mi ciudad, una cabalgata de pasiones. Ahora que ya no hay ruido de cascos en el empedrado me entero de su muerte, yo, que desde que dejé de verla no me enteré nunca de su vida. Así es la naturaleza humana, Armando. O así es mi naturaleza, no lo sé. FIN.

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