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Del acierto al...

RENÉ DELGADO

El país no podía seguir por donde iba. Desigualdad social, impunidad criminal, pusilanimidad política e inseguridad pública constituían avisos bárbaros, terriblemente dolorosos del momento nacional. El desastre empujaba cada vez más fuerte la puerta y ya había metido un pie.

Andrés Manuel López Obrador tuvo el genio de entender y comunicar el signo de los tiempos; trastocar en esperanza la frustración generada por las otras dos alternancias; integrar un atractivo equipo plural de campaña, proyectándolo como posible gabinete (no sin convicciones e intereses encontrados), y presentarse como la opción política que el electorado quería ensayar. Su gobierno de la capital permitía suponer que no comía lumbre ni perdía sentido de realidad y, en cambio, mostraba ser tenaz (no terco) en el afán de alcanzar objetivos.

La mayoría ciudadana resolvió, entonces, encumbrarlo en el Poder Ejecutivo, dándole además el dominio del Legislativo. Algo extraordinario no visto desde fines del siglo pasado, cuando la gana de enriquecer y desconcentrar las grandes decisiones nacionales, con base en la negociación y el acuerdo entre partidos, dio lugar al gobierno dividido: la Presidencia en unas manos, el Congreso en otras. Corrompido ese recurso por la élite política, lógicamente la mayor parte del electorado resolvió reconcentrar el poder en una sola fuerza y ver si así se superaba el gradualismo a paso lento, el mercado libre con Estado cautivo, el progreso selectivo y el crecimiento mediocre sin desarrollo compartido.

Luego, sin embargo, el tabasqueño -ya legitimado en el poder- hizo incertidumbre de la oportunidad, al interpretar o confundir una elección civilizada con una revolución pacífica. Ni discurso, práctica o campaña amparaban llevar el mandato más allá del lindero fijado por el propio candidato, aunque no ratificado por el presidente electo ni el constitucional. Y, como agregado a ese límite, se impuso otro mucho más severo y lacerante: el de la epidemia, la cual el mandatario aún no asume como el factor disruptivo del alcance del mandato y el proyecto.

A dos años de ascender al poder, las preguntas son: ¿Si el Presidente será capaz de reconocer la nueva circunstancia o si esta lo desconocerá primero? ¿Si, más allá de la voluntad, la realidad lo llevará a replantear el límite y el horizonte de su mandato o si terminará por avasallarlo? ¿Si desvanecerá la incertidumbre que vulnera su posibilidad y evitará convertir el acierto en el error que abra la puerta al desastre?

***

Hoy, el calendario establecido por el mismo López Obrador marca el agotamiento de la prórroga solicitada para cimentar la pretendida transformación, de la cual el mandatario mantiene la convicción, pero no la disposición para ajustarla en su concepto, alcance e instrumentación compartida. Se muestra obcecado en llevarla a cabo en sus términos, cuando las condiciones ya son otras y el país se encuentra enfermo.

Si las zancadillas tendidas por la resistencia y los tropiezos cometidos por la precipitación oficial frenaron o entorpecieron la implementación del proyecto presidencial, el efecto devastador del virus lo tiene contra la pared y al país en el piso, sin dejar ver si aquel podrá rescatarse y éste recuperarse.

Ciertamente, a lo largo de la administración se han emprendido múltiples acciones. Operar cambios plausibles, aún sin efecto tangible en materia salarial, laboral, fiscal y comercial; reivindicar el poder político ante el económico; sostener la disciplina financiera a elevado costo social; replantear la educación con y no contra los maestros; exhibir y denunciar la corrupción del adversario, pero no del colaborador; crear una guardia sin acreditar aún su pertinencia; impulsar programas sociales necesarios, pero -como los anteriores- sin desatar el nudo del empleo productivo; sanear y recortar de mal modo el gasto público; promover 270 reformas legislativas sin generar un marco jurídico coherente; y desarrollar megaobras -en particular, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya- cuya rentabilidad, sustentabilidad y viabilidad son cuestionables.

Ha hecho eso, al tiempo de desarmar instituciones no muy bien diseñadas sin armar otras mejores... y los pilares de la transformación no acaban de fraguar, mientras las acciones se confunden con los resultados.

***

Rebotando entre dogma y pragmatismo sin centro ni equilibrio, el mandatario ansía otra oportunidad, prorrogar otra vez el plazo para asegurar "su" obra (la apócope del adjetivo posesivo entrecomillado subraya el carácter protagónico de la actuación presidencial), sin hacer ajustes ni concesiones, construir acuerdos ni atemperar el ánimo confrontativo, divisivo y polarizador.

Esa oportunidad la ofrecen las elecciones en puerta. En esa arena, quiere conservar o ampliar la hegemonía política y seguir la ruta ignorando la condición del camino.

Paradójicamente, en contra y a favor de esa opción reman dos factores. En contra, la renuncia del mandatario a liderar el movimiento que lo encumbró y la falta de cohesión y organización de éste; ello les resta posibilidades tanto a él como a Morena para repetir la hazaña. A favor, la oposición sin proposición ni dirección les da ventajas. Empatar en el resultado sería empantanar al país en una circunstancia compleja en extremo: sin instituciones viejas ni nuevas, con acciones sin resultados ni recursos y, en el mejor de los casos, convaleciente.

Ojalá y con el margen de aprobación y maniobra aún vigente, el Ejecutivo recapacitara -reflexionara y adquiriera nuevas capacidades- para reconsiderar el límite y el horizonte de su mandato, así como el alcance del proyecto. Evitaría hacer del acierto un error y de la tercera alternancia una frustración renovada.

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