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SIGLOS DE HISTORIA

La Decena Trágica de Torreón (SEGUNDA PARTE)

Benjamín Argumedo.

Benjamín Argumedo.

SILVIA CASTRO ZAVALA

El Diario incluyó en sus páginas el testimonio de Ireneo Bustillo, agente viajero de una casa comercial capitalina, quien se encontraba en Torreón durante los días del asedio. Según su testimonio, los grupos rebeldes asediaban la ciudad desde tiempo atrás e impedían la llegada de provisiones. El general Bravo había fortificado convenientemente el Cerro de la Cruz que dominaba la población. Los rebeldes atacaron vigorosamente los puestos defensores de dicho lugar y los de los barrios de La Metalúrgica, La Fe y La Unión, de donde fueron rechazados. Los atacantes se resguardaron en las humildes viviendas de los barrios de San Joaquín, La Alianza y La Durangueña, que se encontraban sin protección y desde allí atacaban a los defensores. La autoridad militar ordenó se bombardeara sobre ellos y se incendiara cualquier lugar en que los rebeldes se pudieran esconder. Ello motivó la desaparición de dichos barrios. El temor cundió y comenzó a crecer el rumor de que los atacantes se verían reforzados por simpatizantes dentro de la ciudad. El general Bravo ordenó la detención de los sospechosos, que fueron inmediatamente pasados por las armas. Entre ellos hubo inocentes que fueron denunciados por sus enemigos, como fue el caso del doctor Antonio P. Mata. El día 30 fue el último en que hubo combates y los rebeldes, faltos de parque se retiraron hacia Gómez Palacio y Lerdo.

Las pérdidas económicas causadas por los saqueos durante el asedio fueron "innumerables", pero el libro asienta sólo algunas de ellas, como las sufridas por la fábrica de jabones La Unión tanto en sus talleres como en las casas del gerente y de los empleados. También fue saqueada la cantina el Vapor y el Salón Iberia sufrió algunos destrozos a causa de los balazos.

Entre las autoridades civiles y militares privaba la desconfianza por la posibilidad de que entre los pobladores hubiera personas simpatizantes con las fuerzas rebeldes y que apostados desde las edificaciones pudieran hacer fuego contra los defensores como había sucedido en mayo de 1911. Este temor motivó al jefe político, Lic. Miguel Garza Aldape a ordenar fueran recogidas todas las armas de fuego que estuvieran en manos de los particulares. La medida anterior, aunque disminuyó los atentados contra las tropas federales, no los impidió por completo. Así, el autor relata varios casos de personas que en apoyo de las tropas revolucionarias cometieron actos que culminaron con sus fusilamientos. El caso más llamativo es el del gendarme Alfredo Alejandre que hizo estallar dos bombas de dinamita en la calle Treviño, lo cual llevó a su aprehensión y a ser juzgado por la autoridad militar que ordenó se le fusilara en la Alameda.

Un caso interesante, que se presta a la polémica, fue el de la organización de la asociación denominada Defensa Social, que "tenía el sano propósito de dar auxilio a las familias de la localidad, en el caso en que desgraciadamente llegasen a entrar los señores revolucionarios." Formaban parte de la misma banqueros, periodistas, contratistas y hasta "M. Cirilo y Cía." Contrariamente a lo que se pudiera pensar, la autoridad militar, en este caso, el general Bravo, no parecía estar muy de acuerdo con dicha formación. Según el autor, el militar se negó a prestar ayuda a la agrupación si ésta no se avenía al régimen militar, arguyendo que él no necesitaba personas que lo cuidaran, para eso tenía a sus soldados. Muy pocos entre ellos, vieron acción aquellos terribles días. Según se desprende del testimonio de Palomares, la mayoría fueron utilizados para otro tipo de funciones como, catear las casas de los maderistas, que era de quienes se temía algún ataque.

La constante incomunicación ferroviaria a que estaba sometida la región tuvo otra consecuencia, la imposibilidad de los agricultores laguneros para comerciar sus productos. El mercado del algodón nacional se vio sumamente afectado. Para mediados de agosto, en La Laguna había suficientes pacas como para mover toda la industria de hilados de México, pero dicha fibra no podía ser transportada hacia los grandes centros textiles de nuestro país, lo que llevó a algunos industriales del ramo a solicitar a las autoridades que fueran cancelados los derechos aduanales que debía pagar el algodón importado. Se temía que de no hacerlo, treinta mil obreros textiles quedaran sin trabajo. A pesar de los esfuerzos del gobierno por restablecer la comunicación ferroviaria, a fines de ese mismo mes, algunas fábricas de hilados y tejidos se vieron obligadas a cerrar y otras a reducir las horas de trabajo. Las autoridades del Departamento del Trabajo tuvieron que intervenir, haciendo gestiones para que aquellas fábricas que contaban con suficiente fibra como para resistir la crisis, dieran trabajo a los obreros cesantes aunque se disminuyeran los salarios. El 3 de septiembre, un grupo de prominentes hacendados algodoneros se entrevistaron con el presidente de la república, Victoriano Huerta, para ofrecer su ayuda pecuniaria para sostener un fuerte contingente que tuviera como objetivo resguardar las vías férreas y de esa forma, permitir que el algodón llegara a los centros fabriles.

La falta de materias primas y de combustible motivó que se paralizaran la industria del jabón y la Metalúrgica. En cuanto al algodón, los cosecheros calculaban que, si lograba recogerse, la cosecha produciría cincuenta millones de pesos, pero advirtió que faltarían brazos para hacer la pizca.

Cuando se interrogó al viajero, sobre la condición en que dejó Torreón el 11 de agosto, Bustillo aseguró que la situación de la ciudad era mala, ya que los grupos revolucionarios continuaban merodeando en los alrededores y no permitían el paso de los víveres porque continuamente destruían las vías férreas: el trigo y el maíz estaban agotados y el resto de los artículos de primera necesidad tenían un altísimo precio. La esperanza de los pobladores era que las tropas federales enviadas a reparar las vías férreas lograran su cometido. A pesar del triunfo de las fuerzas federales, el hecho de que los grupos revolucionarios se mantuvieran cerca de la población, permitía prever que intentarían otro ataque a la población lo que motivó que las familias, que tenían medios económicos para hacerlo, emigraran, y que las autoridades consulares norteamericanas, recomendaron a sus connacionales abandonar la ciudad.

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General Ignacio A. Bravo.
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