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SIGLOS DE HISTORIA

De los territorios de la nueva vizcaya


Fruto de su dedicación y esfuerzo visionario, Urdiñola se hizo dueño de lo que a la postre será el mayorazgo  y el Marquesado de San Miguel de Aguayo en tierras de la Nueva Vizcaya.

Fruto de su dedicación y esfuerzo visionario, Urdiñola se hizo dueño de lo que a la postre será el mayorazgo y el Marquesado de San Miguel de Aguayo en tierras de la Nueva Vizcaya.

Enrique Sada Sandoval

Duelo de poderes: el juicio criminal contra Francisco de Urdiñola (1594-1599)

Dedicado a Don Ramón de la Plaza, 12avo Marqués de San Miguel de Aguayo

Parte I

Mucho prejuicio subsiste, a la par del más absoluto desconocimiento de lo que fueron aquellos trescientos años en los que se emprendió la forja de nuestra identidad como mexicanos. Época gloriosa durante la cual se ensancharon los límites de nuestro territorio, se cultivó la semilla de lo que al poco tiempo nos brindara con la dote inigualable de una riqueza multiétnica tanto como cultural (tan presente como palpable hasta la fecha) gracias al impulso natural que le diera el mestizaje de lo nativo americano con lo europeo; tiempo en el que se acrisolaron los elementos propios de todo lo que a la postre vendría a definir un espíritu nacional mucho antes de nuestra Independencia. De aquí que es necesario volver la vista al pasado para rescatar no sólo el recuento de los grandes esfuerzos y los hechos de armas que nos definieron sino también la memoria y el buen nombre de todos aquéllos que nos precedieron en el tiempo, asentando las extensiones de lo que fuera la Nueva España en su momento, civilizando con su dedicación, esfuerzo diario y fe inquebrantable todo cuanto la imaginación y la vista les impulsó al momento de crear instituciones o fundar pueblos entre los grandes páramos que abarcan el norte de México y el sur de los Estados Unidos. Laguna y todo lo de por allá era trabajo perdido".

Uno de esos hombres lo fue nada menos que Francisco de Urdiñola, a quien poco se le nombra y tanto se le debe no sólo como militar y civilizador sino también como pacificador, emprendedor y visionario. La suma de estas cualidades aunado al trabajo constante, su don de gentes y de mando como conciliador de indios a la par que minero, vitivinicultor y fundador de pueblos le granjeó ciertamente la admiración a la par que el respeto de muchos grandes hombres de su tiempo, pero también envidias. Víctima pues de la cobardía y de la pequeñez de unos cuantos, que nunca osaron en hacerle frente ni siquiera a la hora en que pudieron, Urdiñola fue injuriado y acusado falsamente de haberle dado muerte nada menos que a su esposa. Pero antes de entrar en materia es necesario ubicarse en el contexto para comprender por qué este hombre tan singular en los destinos del Virreinato de la Nueva España como en la historia del norte del país pasó de su momento de mayor gloria a convertirse repentinamente en objeto de intrigas por parte de quienes recelaban de su capacidad y prestigio.

Dueño de una fortuna inigualable, producto de su propio esfuerzo, a la par que de las más grandes extensiones de tierras más allá de la Nueva Galicia, nada fue gratis para Francisco de Urdiñola. La enorme dote que a la postre dejaría para sus hijas así como para otros tantos familiares nunca le vino por herencia sino por labor propia, habiéndola formado gracias al establecimiento de haciendas ganaderas así como de sus propios ingenios vinícolas como los que llegó a crear en Parras, Patos y sus alrededores, poco tiempo después de haber sido honrado con el rango de Capitán de la tropa asentada para la protección del mineral de Mazapil (sitio estratégico, coyuntural hasta la fecha, por encontrarse entre los límites de lo que hoy es Coahuila y Zacatecas). Es preciso mencionar también, para abonar en este aspecto, como desde que iniciaron las primeras avanzadas civilizadoras desde la Ciudad de México hasta los primeros fundos de la Nueva Vizcaya se inició la repartición por igual de extensos solares y luengas caballerías para todos aquéllos que por empeño personal llegaron a fundar nuevos asentamientos humanos; ya fuera en compañía de peninsulares o con los naturales que encontraban a su paso por cada región. Como era de esperarse en este caso, también se les llegó a premiar con la titularidad de una o hasta de varias estancias ubicadas entre llanuras o mesetas donde se encontraba por lo general algún afluente natural de agua que les facilitara no sólo la vida sino también la posibilidad de cultivarlas, lo mismo que para la crianza de caballos y ganado. De este mismo modo, en tanto las diversas autoridades asentadas en la capital del Virreinato especulaban con cuanto sus ojos aún no eran capaces de vislumbrar más allá de los minerales zacatecanos, las estancias se convirtieron prontamente en prototipos de comunidad dotadas de una autonomía tan natural como indispensable, fruto de la necesidad de autoabastecerse pese a la lejanía, fungiendo acaso como antecedente primero de lo que muy a la postre vendría a conocerse como el ejido en México. No será sino hasta los años de 1567 y 1574 cuando las autoridades virreinales llegarían a ocuparse de regular la tenencia de la tierra así como la correspondiente extensión de cada propiedad según su rango, dividiéndose en tres tipos: estancia de ganado mayor, con cerca de 1755 hectáreas; estancia menor, con 780 hectáreas y la de caballería, que quedaría definida con un rango no mayor de las 430. A partir de este momento dichas extensiones llegarán a ser conferidas, dotadas de derechos definitivos con el equivalente cercano a lo que hoy bien conocemos como propiedad privada, en virtud de lo cual pudieron convertirse prontamente en activos o bien inmueble que lo mismo podían llegar a ser sujetas como objeto de venta al igual que como herencia o donación entre individuos o corporaciones, bastando para ello que los interesados registraran el cambio de titularidad o de nuevo propietario ante cualquier escribano público. Y fue en este mismo contexto en el que el Capitán Urdiñola arribó a las estribaciones sur-orientales de la Nueva Vizcaya como civilizador y protector de las regiones colindantes con los pueblos de Santiago del Saltillo y Santa María de las Parras, mismas sobre los cuales llegó a solicitar varias mercedes o concesiones de tierras fértiles con la intención de cultivarlas a la par de dedicarse a la crianza de ganado que le será tan necesaria en tiempos de conflicto, como a la postre sumamente lucrativa, en tiempos de paz.

Como justa recompensa a sus múltiples esfuerzos así como por previsión a futuro, con fecha del 16 de agosto de 1583, el Gobernador Martín López de Ibarra le otorgó a Francisco de Urdiñola el equivalente a una estancia para ganado mayor, seis caballerías de terreno destinado en exclusiva para la siembra, dos solares para el levantamiento de casas con sus respectivos huertos, además de un ejido para la erección de un molino sobre el afluente de un río lo suficientemente fértil, que se ubicaba de manera estratégica entre los linderos de Santa María de las Parras y la villa del Saltillo. La adquisición de esta última propiedad en lo particular le sería de suma utilidad debido a que por su posicionamiento quedaba justamente en el centro de lo que bien podría considerarse un triángulo perfecto, conformado por la cercanía con los poblados ya referidos así como con las minas de Mazapil. No en vano ni de manera casual fue que para ese mismo año, teniendo en mente la suma de dotaciones previas, llega a adquirir por medio de compra otra estancia de ganado mayor junto con dos caballerías agrícolas y dos ejidos de molino a Juan Alonso en un sitio conocido en aquél entonces como la Ciénega de los Patos. Al poco tiempo, como era de esperarse, la posesión de tan luengas extensiones adquiridas por la riqueza de su suelo amén de la cercanía colindante de las mismas con otros sitios de interés terminaron por convertirse en una gran hacienda que por su preminencia tanto como por el muy particular gusto de su dueño, habría de convertirse en el eje del más grande latifundio conocido, bajo el nombre de la Hacienda de San Francisco de los Patos (hoy General Cepeda, Coahuila). Continúa.

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Grabado de un óleo poco conocido del Caballero Francisco de Urdiñola y Larrunbide, ubicado en Mazatlán, Sinaloa; según Louis Bradbury.
Grabado de un óleo poco conocido del Caballero Francisco de Urdiñola y Larrunbide, ubicado en Mazatlán, Sinaloa; según Louis Bradbury.

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