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SIGLOS DE HISTORIA

Duelo de poderes: el juicio criminal contra Francisco de Urdiñola

Finalmente Urdiñola logró establecer hacienda y tierras fértiles para cultivo de la vid en Santa María de las Parras, compartiendo el manantial con indígenas y jesuitas.

Finalmente Urdiñola logró establecer hacienda y tierras fértiles para cultivo de la vid en Santa María de las Parras, compartiendo el manantial con indígenas y jesuitas.

ENRIQUE SADA SANDOVAL

Dedicado a Don Ramón de la Plaza, 12avo. Marqués de San Miguel de Aguayo

Parte II

A la labor infatigable de un solo hombre parecía que también le seguía muy de cerca los pasos la buena fortuna, a tal grado que para el año de 1587 el Pacificador de la Nueva Vizcaya se encontraba a sí mismo como el dueño de las estancias correspondientes a la Ciénega de San Juan y la Castañuela, al mismo tiempo en que el propio Juan de Ibarra, tesorero del Gobernador, contribuyó de manera tan espontánea como generosa en conferirle la titularidad legal de otras tantas extensiones a través de una donación (regalo que el propio Ibarra había recibido tan sólo unos cuantos días con anterioridad) en donde se incorporaban finalmente todos los terrenos y llanuras fértiles que hubiera circunvecinas a las ya de por sí inmensas propiedades de Urdiñola; esto es, desde la Hacienda de San Francisco de los Patos hasta las referidas Ciénegas de San Juan y La Castañuela, de tal modo que la sola suma de estas nuevas incorporaciones bajo la posesión de un solo hombre lo convirtieron en el más grande detentador de tierras en el norte, de la noche a la mañana, y de un solo golpe.

Sin embargo, el Capitán añoraba vivamente para sí la posesión de alguna extensión justamente en el poblado de Santa María de las Parras donde el descubrimiento de una vid nativa americana junto al afluente de varios manantiales de agua dulce prometían hacer prosperar generosamente los esfuerzos de quien tuviera a bien agenciarse alguna finca para sí mismo. Como era de esperarse, su deseo tampoco quedó sin ser atendido en esta ocasión, de tal modo que para el año de 1590 Urdiñola contó de nueva cuenta con la merced de 3 nuevas estancias para ganado mayor junto con 16 caballerías que en suma le confirieron lo indispensable para establecer una hacienda en Parras, abarcando nada menos que su principal manantial (conocido desde entonces como el Ojo Grande) aunque viéndose obligado a compartir el afluente de sus aguas lo mismo con los indios pobladores que con los sacerdotes jesuitas asentados ahí. La concesión de tantas dotes y mercedes habrían constituido poco menos que un abuso en manos de cualquier otro hombre, pero no era el caso de Urdiñola quien como militar y buen súbdito de Su Majestad, Caballero de la Orden de Santiago, supo merecer los dones recibidos no sólo por su iniciativa agrícola e industriosa en lo mineral sino también como un soldado valiente: hombre que lo mismo sabía ser aguerrido en el campo de batalla aunque siempre procuró la paz antes que la guerra con las naciones de indios salvajes, siendo tan capaz de poner su vida en gran riesgo al ir a su encuentro sin escolta (e incluso sin armas, por increíble que parezca) para convencerlos de la buena fe con la que procedía y hacerles entrar en amistad, procurándoles siempre trato de igual a la par que una justa compensación con tierras, derechos y afluentes. Tan singular modo de proceder en ese tiempo -esa mezcla personal de arrojo en grado heroico sin menoscabo de observar las Leyes de Indias que le imponían la Iglesia y la Corona a la par- le valió el reconocimiento de sus contemporáneos al igual que la admiración de sus superiores, como fue el caso del mismo Virrey Don Luis de Velasco en su tiempo tanto como el de un eminente historiador anglosajón como lo fuera nada menos que Phillip Powell, célebre autor de La Guerra Chichimeca (1550-1600) hace algunos lustros.

Para el año de 1591 los ojos de la máxima autoridad en la Nueva España empiezan a reconocer el liderazgo nato del otrora Capitán de Mazapil a la par de sus dotes como gran pacificador y civilizador, de modo que el propio Virrey de Velasco le encomienda una misión de suma importancia, lo mismo por la dificultad que por la enorme carga simbólica que la misma entraña: procurar el traslado y feliz asentamiento nada más y nada menos que de 400 familias de indios tlaxcaltecas hacia las incipientes poblaciones que ya se ubicaban al norte del Virreinato. La misión tuvo el éxito esperado pese a las dificultades que podía acarrear la sola distancia y la aridez del clima, de modo que a la villa del Saltillo se le llegó a dotar con 71 familias y 16 tlaxcaltecas solteros, siendo que para el 13 de septiembre del mismo año, a escasas dos semanas de la llegada de los mismos, se fundó adjunto a esta villa (en su estribación poniente, separada tan sólo por una acequia, en donde a la fecha se ubica la Alameda y la calle de Allende) el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, constituyéndose con esto no sólo un elemento civilizador más sino también una nueva línea de defensa ante la tentativa de ataque de indios bárbaros.

Una vez llegado el año de 1594 en la capital, las autoridades se hallaban contentas con los triunfos conseguidos en el Septentrión, y alentados sin lugar a dudas por coronarse de gloria aún mayor que la que confiere la labor de civilizadores, prepararon lo que a sus ojos se les presentaba como la empresa más arriesgada y ambiciosa desde la ocupación de la Gran Tenochtitlan y el valle del Anáhuac: retomar el camino que años antes emprendiera el célebre Conquistador Francisco Vázquez de Coronado en busca de las míticas Siete Ciudades de Cíbola en Nuevo México. Como era de esperarse, el nombre de Francisco de Urdiñola resonó como el más viable para encabezar dicha aventura por encima de otros candidatos. Sin embargo, la suerte otrora generosa terminó por asestarle el primer gran revés en su vida, pues fue justo en este lapso de tiempo en el que Urdiñola perdió a su amada esposa, Leonor López de Lois, a causa de erispela; y en este mismo contexto, no conforme con la pena reciente de su pérdida, con la estela del luto tan presente entre los suyos, fue que el Pacificador infatigable recibió a la vez un golpe y una afrenta: ser acusado ante la Audiencia de la Nueva Galicia por la muerte de su mujer.

Una vez llegado a este punto resultaría innegable pasar por alto un hecho que por sí solo brilla a todas luces: el que la sola imagen de un hombre de gran talla como lo fue el Capitán Francisco de Urdiñola y Larrunbide, por su labor civilizadora y pacificadora en lo que hoy bien conocemos como el noreste mexicano es tanto más digna de ser recordada muy por encima del estereotipo, harto mundano, que a lo sumo lo suscribe como el detentador de tierras más grande del Virreinato, "el dueño del latifundio más grande de la Nueva España". Quienes sólo alcanzan a pensar en esto último, ya sea desde una óptica clasista (limitada meramente a reparar en lo socioeconómico sin tomar en cuenta el valor del mérito) o los que bajo la lente del prejuicio anglosajón (producto típico de la "leyenda negra" antiespañola y lugar común para quien persista como rehén de los dogmas de la Historia Oficial) se empecinan en reducirlo despectivamente bajo el mote de Conquistador a secas, seguirán quedando tan cortos como ajenos ante una realidad que les rebasa por fincar su impresión en dos prejuicios llevados al extremo. Continúa.

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La labor del Capitán Urdiñola como pacificador y guerrero le brindó de particular experiencia y prestigio en el norte del Virreinato.
La labor del Capitán Urdiñola como pacificador y guerrero le brindó de particular experiencia y prestigio en el norte del Virreinato.

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