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SIGLOS DE HISTORIA

El Díaz de Creelman (Parte I)

El Porfirio Diaz héroe de Puebla de 1862 y de la Batalla de la carbonera cinco años después, sus rasgos indígenas y su piel oscura contrastan con el Porfirio Díaz de inicios del Siglo XX.

El Porfirio Diaz héroe de Puebla de 1862 y de la Batalla de la carbonera cinco años después, sus rasgos indígenas y su piel oscura contrastan con el Porfirio Díaz de inicios del Siglo XX.

DR. LUIS ALBERTO VÁZQUEZ ÁLVAREZ

Cuando en enero de 1908 viajó James Creelman de la Magazine Pearsson de Nueva York a la Ciudad de México para realizar la más célebre entrevista que se le haya hecho en la historia a un presidente mexicano, ni entrevistador ni entrevistado se imaginaban la trascendencia nacional y mundial que tendría dicho acontecimiento.

Cierto es que Porfirio Díaz era internacionalmente famoso por haber sacado a México del salvajismo que según los europeos privó durante muchos años, incluso cuando según ellos nos habían enviado un príncipe rubio de ojos azules para que nos gobernara y enseñara a ser "gente de bien" y en lugar de adorarlo, lo habíamos fusilado y decidimos que nos gobernara un "indio". Ahora estábamos gobernados por un mestizo "cuya mano de hierro ha convertido las masas guerreras, ignorantes, supersticiosas y empobrecidas de México, oprimidas por siglos de crueldad y avaricia española, en una fuerte, pacífica y equilibrada nación que paga sus deudas y progresa"; según la visión del entrevistador.

Pero quién era ese Porfirio Díaz, gobernante directo de México hasta entonces por siete períodos e indirectamente por uno más, que atraía la mirada de la más prestigiosa revista norteamericana, misma que enviaba a su reportero estrella a entrevistarlo. Si nos ubicamos en 1908, año de la mencionada entrevista, México había alcanzado a nivel mundial un lugar "decoroso" entre la naciones civilizadas del mundo como ahí mismo lo declara Díaz y reconoce Creelman. Sus modernos ferrocarriles, la solidez de su moneda, la fortaleza de su ejército, casi al nivel de los prusianos, su comercio internacional sano, la preferencia de los capitales extranjeros por invertir en suelo nacional y la seguridad pública, producto de la famosa "paz porfiriana", lo hacían un paraíso para los extranjeros y los "científicos" y los grupos de "Gente de razón" que habitaban el territorio nacional.

Pero quien fue ese personaje que gobernó México como de su propiedad; cómo es que llegó a enquistarse en el poder y por mucho tiempo, en el pensamiento y sentimiento de la mayoría de los mexicanos; cual fue su cuna y cómo fue su vida, de la que algunos destacaron imágenes gloriosas, propias de epopeyas fantasiosas y hasta comparables con los héroes de las novelas de aventuras que estuvieron de moda en el mundo entero.

El propio James Creelman lo describe de la siguiente manera:

El niño mestizo que más tarde iba a hacer de la explotada y degradada nación mexicana un reto a los estadistas y una confusión para los visionarios políticos del mundo, nació en 1830 en la ciudad de Oaxaca, entre las montañas del suroeste de México.

Ese mismo valle vio nacer a Benito Juárez, el indio de sangre zapoteca pura, abogado y patriota, "el hombre de la levita negra", y quien fue el primer presidente constitucional de la República.

Porfirio Díaz era descendiente de españoles que casaron con mujeres de raza mixteca, gente ésta industriosa, inteligente y honrada, cuya historia se pierde en los mitos de la América aborigen.

Era hijo de un posadero. Tres años de edad contaba cuando su padre murió de cólera y su madre, mixteca, se quedó sola para mantener a una familia de seis hijos.

Cuando el muchacho, ya más grande, quería un par de zapatos, observaba atento a un zapatero, pedía prestadas las herramientas y se los confeccionaba él mismo. Así hizo también cuando quiso tener una pistola: tomó un viejo cañón de mosquete, enmohecido, y la llave de una pistola, y se fabricó con ellos un arma que ofrecía seguridad. Así aprendió también a hacer muebles para la casa de su madre.

Hizo entonces cosas diversas de la misma manera que forjó después a la nación mexicana: con la clara fuerza de su iniciativa moral, confianza en sí mismo, laboriosidad y diligencia práctica. No pidió nunca a nadie nada que él pudiese conseguir por sí mismo.

Aquel niño oaxaqueño, delgado, de grandes ojos oscuros, con sangre española y mixteca en las venas, le gustaba vagar entre las ruinas de Mitla, inquiriendo y preguntándose entre esos vastos restos, acerca de una civilización indígena que se remonta más atrás de Colón, más atrás de Cortés, más atrás de los peregrinos del "Mayflower", antes aún que los aztecas, a un tiempo en que los zapotecas y los mixtecas levantaron sus altares y palacios, vivieron su vida teocrática y socialista… Fue aquí, entre los derruidos altares de sus antepasados aborígenes; que se hizo un hombre capaz de erguirse y sobresalir entre los peones, nobles, derrotados y hambrientos, para implantar una república que sería solvente y respetada.

El país iba quedando en bancarrota por las continuas guerras e intrigas políticas; las carreteras estaban cortadas y en poder de cuadrillas de bandoleros; oficiales del ejército, chantajistas y pérfidos, fueron el escándalo de su época, y mientras todo esto pasaba, el joven Porfirio Díaz se encontraba estudiando en un seminario católico de Oaxaca.

La noticia de que un ejército norteamericano había invadido México puso su alma en efervescencia. Caminó 350 kilómetros a campo traviesa hasta la capital para ofrecerse como soldado. Pero ya era demasiado tarde: México había entregado más de la mitad de su territorio a los conquistadores norteamericanos. El niño volvió al lado de su madre con una expresión distinta en el rostro. Su padrino, el obispo de Oaxaca, le recordó la decisión tomada de llegar a ordenarse sacerdote. Él se opuso a esta decisión: había resuelto ser soldado; estudió leyes y pudo, con el tiempo, ayudarse a pagar sus estudios, impartiendo clases de materias de la misma carrera a un grupo de alumnos.

Fue a través de uno de sus profesores, don Marcos Pérez, que tuvo oportunidad de conocer a Benito Juárez, entonces gobernador del Estado de Oaxaca. Ese joven le llamó poderosamente la atención al futuro benemérito y lo hizo nombrar bibliotecario del colegio; inesperadamente, don Marcos Pérez fue arrestado y confinado en el torreón del convento de Santo Domingo, acusado de conspirar en contra de la dictadura de Santa Anna. Las cosas de este género terminaban generalmente en una muerte ignominiosa. Era, por tanto, de vital importancia que el prisionero tuviera medios de comunicarse con el exterior: su vida dependía de ello.

El joven Díaz no abandonó a su benefactor. En compañía de su hermano escaló los muros del convento durante la noche, se descolgó con una cuerda hasta la ventana del prisionero, habló con él, escapó a los centinelas del dictador y repitió hasta dos veces más la emocionante aventura.

La revuelta en contra de la tiranía de Santa Anna, en 1854, fue dirigida por el general Álvarez, indio puro que había peleado en la Guerra de Independencia contra España. Pero el dictador, audazmente, pidió el voto popular para sostenerse en el poder. Votar contra Santa Anna significaba muerte o prisión. En Oaxaca, las tropas y cañones del dictador estaban apostados en la plaza en que se recogían los votos. A los profesores del Instituto de Leyes -Díaz era ahora profesor- les fue ordenado que votaran, como un solo hombre, por Santa Anna.

El joven profesor, que contaba a la sazón 24 años únicamente, fue hacia el libro de forro escarlata en el que los otros profesores, temblorosos, estaban inscribiendo sus nombres a favor del dictador, y solicitó se le excusara de votar.

Fue insultado y tachado de cobarde. Sin decir palabra, fue hacia el libro de la oposición, en el que nadie se había atrevido a inscribir su nombre, y puso abiertamente su voto por el general Álvarez, jefe de la revolución en contra de Santa Anna.

En medio del rumor que levantó su atrevimiento, Díaz desapareció entre la multitud y cuando fue ordenado su arresto, ya había montado a caballo y rifle en mano, derribó a todos los que le opusieron obstáculos, salió con rumbo al pueblo de la Mixteca, en donde se puso a la cabeza de los grupos de peones descalzos pero armados para derribar la dictadura y derrotó a las tropas que habían sido enviadas a perseguirlo. Este era Porfirio Díaz a la edad de 24 años.

Después de la caída de Santa Anna, el general Álvarez fue presidente y nombró a Juárez ministro de justicia y Asuntos Eclesiásticos. La guerra entre la República y la Iglesia había comenzado: la República prohibió a las corporaciones religiosas la posesión de tierras, restringiéndola a lo absolutamente necesario para las necesidades de la Iglesia, y dirigió la venta de todas las propiedades de ésta. Se adoptó una Constitución que abolía todos los privilegios militares y eclesiásticos, proveyendo a la educación pública y garantizando la libertad de palabra y de imprenta, el derecho de petición y asociación y la portación de armas. Esto fue la causa de una gran guerra civil.

Díaz se convirtió en capitán de la Guardia Nacional y en julio de 1857 dirigió un ataque contra los conservadores y clericales cerca del pueblo de Ixcapa. La batalla se convirtió en lucha cuerpo a cuerpo: el joven capitán de 27 años, cayó herido por una bala que le desgarró un costado. Cayó, pero al momento, con el rostro pálido y desangrándose, se levantó y arrojó a la pelea, alentando a sus soldados hasta que se ganó la batalla. Cerca de dos años más tarde un cirujano norteamericano le extrajo a bala.

Todavía sufriendo a consecuencia de esta herida fue llamado para ayudar a recapturar su ciudad natal, Oaxaca; con un escuadrón de hombres, dirigió un ataque desesperado por romper las líneas enemigas. Más tarde cuando la herida se abrió nuevamente y él estaba tan débil que no podía ni ceñirse la espada, la batalla por la posesión de Oaxaca se ganó gracias a su valor y bajo su dirección.

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