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SIGLOS DE HISTORIA

El Díaz de Creelman (Parte II)

Porfirio Díaz en las celebraciones del Centenario de la Independencia en 1910.

Porfirio Díaz en las celebraciones del Centenario de la Independencia en 1910.

DR. LUIS ALBERTO VÁZQUEZ ÁLVAREZ

Juárez subió a la presidencia, prometiendo mantener la nueva constitución y tomando sobre sí la tarea de destruir el poder político de la Iglesia y confiscar sus vastas propiedades. Los clericales y los conservadores nombraron presidente a Miramón en la Ciudad de México, el mismo general Miramón cortesano y pulido que fue ejecutado más tarde al lado de Maximiliano. La guerra se desató por todo México. Díaz era ya gobernador de un Estado y comandante militar de un distrito. Tenía el grado de coronel. Una vez que se hubo tomado la capital y Juárez estableció su autoridad, Díaz regresó a Oaxaca y fue electo al Congreso.

El general Márquez, avanzó con sus tropas dispuesto a tomar la capital. Se oían ya las detonaciones de las armas de fuego, cuando Díaz se levantó y pidió al Congreso que le fuera concedido unirse a las fuerzas de la República. El joven coronel, en un ataque nocturno que él mismo encabezó, derrotó a Márquez, capturó siete cañones y ochocientos prisioneros, todo lo cual le valió ser ascendido a general. Sería tarea inútil referir las batallas en que Díaz ha tomado parte. Su hoja de servicios demuestra que militó como soldado de México por espacio de 54 años.

En 1862, el presidente Juárez suspendió el pago de los bonos del Gobierno Mexicano. No había dinero. La guerra había dejado vacío el tesoro nacional. Entonces el débil espíritu de Napoleón III se enardeció y soñó en conquistas. Mandó a un agente, don Juan Almonte, para proponer a México un Imperio Mexicano bajo la soberanía de Francia. Al momento, el francés proclamó una dictadura militar bajo Almonte y un ejército francés marchó al interior. El hermano de Díaz fue el primer mexicano herido en este avance.

Se libró una gran batalla en la ciudad de Puebla. Díaz era el segundo al mando del general Zaragoza. Aunque los mexicanos eran excedidos numéricamente de 3 a l, infligieron una terrible derrota a los invasores, y Díaz es la más arrojada y heroica figura en la historia de la lucha de ese día. Casi un año más tarde, los franceses, con un ejército mucho más numeroso sitiaron Puebla y después de semanas de combatir, la ciudad se rindió por hambre. Díaz fue hecho prisionero, se rehusó a dar su palabra y, cubriéndose el uniforme con la manta de un peón, consiguió escapar gracias a su astucia, entrevistó al presidente Juárez en la ciudad de México y aceptó el mando del Ejército Oriental de la República, justamente antes de que Juárez abandonara la capital a los invasores.

Una vez ocupada la ciudad por los franceses, se ofreció la corona imperial de México al archiduque Maximiliano. El joven príncipe y su bella y joven esposa, Carlota, fueron escoltados por buques de guerra franceses y austriacos a través del océano y fueron coronados emperador y emperatriz en la catedral de México. Esto ocurría en 1863.

Maximiliano, que era joven, hermoso y con mucho de soñador, formó una corte brillante bajo la influencia de la juvenil pero intensamente ambiciosa emperatriz Carlota. Pero reforzó y llevó adelante el proyecto de las Leyes de Reforma promulgadas por Juárez, lo que le costó perder mucho del apoyo del clero. También mandó fusilar a varios generales mexicanos, incluyendo al hermano de Porfirio Díaz. Los republicanos nunca reconocieron el imperio sino que continuaron sus relaciones con el presidente Juárez, quien se retiró primero a San Luis Potosí y más tarde a Monterrey.

Fuertemente acosado, Juárez cruzó la frontera de Estados Unidos. El emperador publicó una proclama declarando que todo aquel que se levantara en armas en contra del gobierno debía ser considerado fuera de la ley y fusilado al momento de capturarlo. Fue bajo este decreto infame que Maximiliano ejecutó a los generales mexicanos.

Napoleón había enviado al mariscal de campo Bazaine para apoyar a Maximiliano con aproximadamente 40,000 bayonetas francesas. Bazaine reconoció en Díaz al más inteligente y peligroso de sus enemigos y por consejo suyo trató Maximiliano de ganar al patriota general para su causa. Logró persuadir al general Uranga, bajo cuyas órdenes había militado Díaz, de que le escribiera a éste una carta seductora. Díaz contestó en términos fraternales, pero se burló de la propuesta escribiendo:

"Cuando un mexicano se presentó ante mí con las proposiciones de Luis (el mensajero de Uranga); yo debería haberlo hecho procesar de acuerdo con la ley y no haberte mandado más respuesta que la sentencia y notificación de la muerte de tu enviado. Pero la gran amistad que invocas, el respeto que te tengo y el recuerdo de días más felices que me unían a ti y a ese mutuo amigo, relajaron mi energía y la convirtieron en debilidad, al extremo de devolvértelo sano y salvo, sin una sola palabra de odiosa recriminación"

"Ni conmigo ni con el distinguido personal del ejército, ni con las ciudades de esta extensa zona de la república, se puede pensar en la posibilidad de llegar a un entendimiento con el extranjero invasor, resueltos como estamos a pelear sin tregua, a conquistar o a morir en el empeño, para legar a la generación que nos sucederá la misma república que nosotros heredamos de nuestros padres."

Después de esa carta, escrita por Díaz a los 34 años, cuando estaba solo ya el jefe de su gobierno estaba fugitivo, cuando Francia y Austria sostenían a Maximiliano y cuando el emperador ordenó a su distinguido mariscal de campo Bazaine reunir un ejército y dirigirse contra Díaz en Oaxaca. El francés comandaba personalmente el ataque contra el patriota mexicano a quien no pudo corromper. Por espacio de varias semanas, sitiados y sitiadores pelearon a diario y la ciudad estuvo constantemente bajo el fuego de la artillería. Pero finalmente, después de haber perdido más de las dos terceras partes de sus soldados y cuando los víveres y el parque se acabaron, Díaz fue a pie, durante la noche, al encuentro de Bazaine, y Oaxaca capituló.

El mariscal expresó la alegría que le causaba el ver que Díaz se percataba finalmente de su error: "Era criminal levantarse en armas contra el soberano".

Díaz irguió la cabeza y contestó mirando a su vencedor directamente a los ojos:

"Yo no me uniré, ni aun menos reconoceré al Imperio. Soy tan hostil a él como lo he sido siempre al pie del cañón. Pero prolongar la resistencia es imposible y el sacrificio inútil, ya que no tengo hombres ni armas".

Después siguió una larga prisión. Díaz rehusó una vez a dar su palabra de que no tomaría nuevamente las armas a favor de la República. El emperador le envió mensajes de advertencia. Los franceses amenazaban con dar muerte a los prisioneros, para doblegarlo, pero Díaz dijo francamente que si él lograba escapar, tomaría partido contra el Imperio. El prisionero pasó cuatro o cinco meses excavando un pasaje subterráneo desde la celda del convento en que estaba confinado, pero antes de que pudiera terminar su trabajo fue trasladado a otro convento; su celda carecía de luz y fue doblada la guardia.

Durante su larga prisión, uno de sus viejos generales, que había ingresado al servicio de Maximiliano, vino a su celda y le dijo que el emperador deseaba verlo y que la carroza imperial esperaba para llevarlo a presencia del soberano. Éste deseaba dar a Díaz el mando de una gran parte de su ejército.

El prisionero escuchó fríamente la propuesta y luego, irguiéndose en toda su estatura, dijo:

"No tengo objeción que poner a tal entrevista, pero no iré en la carroza imperial. El comandante de vuestros ejércitos tiene el derecho de llevarme ante él, pero sólo en calidad de prisionero y si me ve, ha de ser a la altura de los otros prisioneros".

Era una contestación justa. Maximiliano no la olvidó nunca.

A pesar de que su prisión era custodiada con una vigilancia poco común y de que un centinela entraba cada hora a su celda -Díaz nunca ocultó la intención de obtener su libertad-, se valió de un subterfugio para distraer la atención de sus guardias y se las arregló para escapar solo. Creelman menciona en las propias palabras de Díaz la historia de esa dramática noche.

"Muy entrada ya la noche del 20,(*) hice una pequeña bola con tres cuerdas que me había procurado subrepticiamente para ayudarme en mi huida, poniendo otra en mi morral junto con una daga perfectamente afilada y puntiaguda, única arma que poseía.

"Después que hubo sonado en la campana de la prisión el toque de queda, subí hasta un balcón abierto cerca de los tejados y que daba a un patio interior del convento. En este lugar, las idas y venidas de un prisionero no llamarían la atención de los guardias porque era usado de ordinario por todos nosotros para hacer ejercicio.

"La noche estaba muy oscura pero las estrellas brillaban claramente en el cielo. Envuelto en una tela oscura, tomé las cuerdas, me aseguré de que nadie estaba cerca y las lancé al tejado contiguo. Entonces arrojé mi última cuerda sobre una gotera de piedra que salía encima de mí, y que parecía muy fuerte, y la aseguré con dificultad. La luz era demasiado débil para que pudiera ver bien la gárgola.

"Probé la fuerza de mi soporte y sintiéndome satisfecho trepé por la cuerda hasta el tejado. La desaté allí y cogí las otras tres que previamente había lanzado.

"Mi caminata sobre los techos hasta la esquina de San Roque, lugar que había escogido para mi descenso, fue de lo más peligroso. Frente a mí tenía el techo de una iglesia que dominaba desde su altura todo el convento prisión. Antes de que hubiera podido yo caminar mucho, llegué a una parte del tejado en la que había numerosos peraltes, porque cada una de las celdas del convento estaba construida dentro de un arco semicircular y los corredores iban entre estas filas de arcos. Siguiendo mi camino, aprovechando cada pedazo de resguardo y arrastrándome a veces con pies y manos, me moví lentamente en dirección del centinela mientras buscaba el lugar por donde había de efectuar mi descenso.

"Tenía que atravesar dos de los lados de un patio cuadrado. A menudo me detenía a explorar cuidadosamente el terreno en que me movía, porque había muchísimos pedazos de vidrios y tejas desparramados por la azotea y que se rompían haciendo ruido bajo mis pies. Más aún: había en el cielo frecuentes destellos luminosos que podían hacer que en cualquier momento fuera descubierto".

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